Los veo. Él mira hacia el suelo con esos ojos que no me pertenecen. Ella lo ignora y lo obliga a mirar hacia el suelo, cuando sus ojos pertenecen a algún mundo lejano. Él se siente suyo pero ella no lo sabe. Ambos tomarían sus manos y se alejarían sonriendo, pero ella esta dispersa y él quiere protegerse, aunque no sabe de qué. Yo quiero abrazarlo para que me mire con esos ojos que no son míos y me agradezca un poco, aunque no me lo diga. Pero me mantengo a la distancia.
Él muere por entenderla. El problema es que cree que el significado está más allá de las palabras, así que no cree tener la capacidad de entender lo que quiere decir cuando ella se evade. Él debería leer sus ojos, pero no siempre se atreve. Se acerca un poco y ella no lo nota, así que retrocede como un caracol a su concha y no saldrá de ahí en mucho tiempo. Es un cobarde que quiere dejar de serlo.
Ella sabe lo que tiene entre sus manos. Lo admirable es que aguante los cambios súbitos de humor. Ella sonríe, pero no para él. Yo sé que eso lo mata y se siente culpable por lo que siente. Tal vez no debería, pero cuando algo malo pasa, lo único que sabe hacer es retroceder y esconderse. En el fondo muere por besarla y decirle que la ama, pero en este momento está escondido. Tomaría la eternidad o el deseo más fuerte de su espíritu sacarlo de su refugio. Creo que sólo ella sabe cómo hacerlo salir de su escondite, pero no lo hará hasta que estén solos.
Respiración e ntr e cor ta da, todo el cuerpo dormido, débil por sus manos; entregado por sus manos, y tomado por sus manos.
Tomé su cintura para sostenerme, aunque tenía suficiente fuerza. Sus manos eran labios y sus ojos ríos de agua fresca cuando temblé de calor por su mirada enrojecida.
Afuera el mundo enloquecía. Detrás de la puerta había miedo, locura y mentadas de madre; madres y abortos; protestas y lloriqueos; patadas en la puerta; novias indigestas; incendios colectivos; desiertos privados; fuegos nocturnos cubiertos de cielo; fuego, ese incendio que respiramos.
Yo temblaba, perdido en sus manos. Dentro de un cuarto intocable respiraba a través de ella; completé mis ojos a través de ella. Nada importa más que el momento, un mínimo instante, cuando el mundo se redujo a sus manos.
como el deslumbramiento de las alas, cuando se abren a la mitad del cielo
Octavio Paz - Piedra de Sol
Una necesidad: Ariadna toma el vaso entre sus manos, pero no bebe. El agua con hielos no la defiende del calor, así que no se decide. Quisiera una llamada, pero tampoco tiene ganas de hablar; no sabría qué decir. Entonces mira la pared verde de su cuarto, sentada en su escritorio, piernas cruzadas bajo la falda verde; fuego en las manos, ventana abierta, pensamiento grisáceo. Ariadna no bebe y no fija su flujo de pensamiento en algo concreto. Mira atentamente el ritual de apareamiento de las moscas, pero no piensa en él; sus ojos café claro ven, pero ella no piensa en la pared ni en las moscas ni el apareamiento ni el fuego en las manos.
Hace dos horas: fuego en las manos; el doctor detrás de su escritorio-verde-opaco-gris-maltratado mirando atentamente la pantalla de su computadora. El reflejo del monitor en sus lentes enormes impide ver sus ojos. Todo es verde y Ariadna siente el fuego en sus manos, ardiendo sin quemar; destruyendo sin consumir. El diagnóstico es poco favorable: tres meses, cuando mucho. Las manos son un incendio que se alimenta a sí mismo; Ariadna no tiembla, sino que asiente las recomendaciones y guarda silencio, pero siente el fuego.
Mañana: comenzarán los dolores y Ariadna tratará de controlarse. En la escuela estará ausente como en el apareamiento de las moscas. Se quebrará en su casa y llorará kilómetros de angustia. Su cama será un barco. Las piernas temblarán bajo su falda café. No podrá controlarse. No volverá a la escuela. No se despedirá de nadie.
Dos semanas después: tomará su carro, vaciará su cuenta bancaria, manejará hasta Veracruz, regalará lo que sobre del dinero a la primera persona que encuentre, esperará hasta la madrugada, pero el dolor no la dejará caminar; las piernas temblarán bajo la misma falda verde, Ariadna respirará por última vez a las 3:47 de la madrugada, justo antes de estrellar su carro a ciento-veinte contra una pared. Su último pensamiento será: Gracias.
Sigo aburrida. Ayer tomé café con Leonora y me habló de su obsesión de siempre. Luego me harté y le hice ojitos a un chico que estaba cerca. No me hizo caso. Igual sólo le hice ojitos porque estaba aburrida. Estoy muy aburrida. O sea, es linda, pero siempre habla de lo mismo: cómo se siente sola desde que el novio la dejó. Hace siete años.
O sea, siete años. Sí, siete. Y ella no lo supera; él sí.
Ayer soñé que Leonora y yo no éramos hermanas y papá nos llevaba a una colina enorme con nieve y nos compraba un trineo para deslizarnos. La colina era muy grande; el trineo tardaba horas en llegar de arriba hasta abajo, así que Leonora y yo veíamos la tele del trineo y yo recargaba mi cabeza sobre su estómago, pero ella me decía que me quitara; yo le decía que no y así seguíamos por horas. Reí mucho.
Hoy vi a José Luis y le conté cómo Leonora se la vive hablando sobre él. Él sólo bromeó al respecto y cambió de tema. Le compré un libro que le gustó y él me compró helado. Me acordé de muchas cosas como cuando Leonora le compraba cosas para que no la dejara y se la pasaban peleando. Pero después me alegré. Bailamos en medio del parque y cuando me trajo a mi casa, me cargó hasta mi cuarto. Reí mucho.
Mi cerebro era un cuarto azul. Frío. Distante, pero acogedor.
Un hombre con camisa y saco y lentes y actitud pretenciosa, estudiaba dentro de mi cerebro.
Quería tomar un poco de mi corteza cerebral, donde se almacenan los recuerdos, con una cuchara para helados.
Pero no podía tomar mis recuerdos: el suelo [la corteza] se convertía en un libro enorme con páginas en blanco. Él sólo cambiaba las páginas sin poder leerlas.
Nothing in him seemed inordinate,
save sometime too much wonder of his eye
which, having all, all could not satisfy;
but poorly rich, so wanteth in his store,
that cloy'd with much, he pineth still for more.*
―William Shakespeare - The Rape of Lucrece
Recuerdo claramente los ojos apagados. Tomó el pequeño jarro de café ―sin azúcar, muy cargado— y dio un sorbo ligeramente despreocupado, pero podía sentir su inquietud. No hablaba mucho y sus ojos brillaban por las lágrimas contenidas.
Ayúdeme, señor licenciado. Ya traté de arreglar este asunto con las autoridades del pueblo y no me quieren hacer caso. Que mi ‘apá es un criminal, dicen, y ya lo tienen encerrado allá en la carcel de Atenco.
Me contó lo que había pasado: el compadre ―su padrino― la vio crecer desde que nació y siempre la había cuidado. Él era el hombre con más adinerado del pueblo. Siempre traía pick-ups del año y su rancho era el más grande del pueblo. El pueblo lo quería porque llevó un médico —mi abuelo— a vivir a Atenco y además se encargaba de mantener limpia la plaza central.
Conocí a Julia en un viaje de fin de semana al pueblo para llevarle provisiones a mi abuelo y descansar un poco. Ella tenía diecisiete años y era la mayor en la secundaria rural. Yo, al contrario, era el más joven de la facultad de derecho en recibir mi título. Julia siempre usaba dos trenzas, jorongo de colores, y falda de un rosa mexicano bastante molesto. Su piel era un poco más oscura que la mía, pero sus ojos eran de un cafe más claro que los míos. Me parecía bonita con sus rasgos un poco toscos y su tono humilde de voz. Tenía que caminar tres kilómetros para ir a la escuela. Yo manejaba quince minutos.
El lunes después de que me fui, Julia caminaba en la madrugada hacia su escuela cuando su padrino se acercó a ella en su camioneta de carga para cuatro pasajeros. Le ofreció llevarla a la escuela y ella aceptó, agradeciendo que sus pies no sufrirían el efecto de las piedras sueltas a un lado de la carretera. Poco sabía Julia las verdaderas intenciones del hombre más querido del pueblo. Él la llevó a su rancho y la obligó por la fuerza a tener relaciones sexuales. Ella me describió, llorando y casi a gritos, el dolor y el miedo que sintió.
Después de violarla varias veces, su padrino la dejó a un lado de la carretera. Más o menos a cuatro kilómetros del pueblo. Julia caminó adolorida y hambrienta hasta su casa, donde no hizo más que llorar toda la tarde en los brazos de su madre.
Es que quién me va a querer tomar como esposa ‘ora que estoy manchada por ese hombre. Yo estaba enamorada del hijo del panadero, licenciado, pero cuando se enteró de lo que había pasado, ya ni me volteaba a ver. Ya estoy manchada, licenciado; ya nadie puede quererme así.
Su padre, al enterarse, tomó su machete y entró a escondidas al rancho del violador. Era de madrugada, así que entró silenciosamente al cuarto principal y soltó golpes con su machete contra la cama. Para suerte de su compadre, los machetazos cayeron sobre su esposa y alcanzó a estirar la mano para tomar su pistola y disparar al estómago del padre de Julia. Él quedó malherido, la esposa murió.
Una vez que mi abuelo curó la herida del balazo, Arrestaron al padre y, por influencia del hombre más querido de Atenco, fue encarcelado sin necesidad de juicio. Meses después, Julia tocó a mi puerta para pedir mi ayuda. Inmediatamente supe que no podría hacer nada por su padre. Y mucho menos por ella, niña manchada en un pueblo que exige la virginidad de sus mujeres.
*. Nada en él parecía fuera de orden,
excepto a veces la excesiva maravilla en sus ojos
que, viéndola toda, [verla] por completo no era satisfactorio;
pues [él], pobre en su riqueza, carece de abundancia,
y hastiado con mucho, siempre aspira a más.