En las noches frías, Julia deja abierta la ventana para que Samuel entre sin que nadie en la casa se dé cuenta. Espera acurrucada y con la cabeza cubierta por el gabán para amortiguar el ruido de los mosquitos. Afuera se escuchan los grillos y el eventual chapoteo de los peces en el lago enorme.
Aquella noche Samuel remó lentamente a través del lago; el reflejo de la luna menguante sobre el agua temblaba como con nervios; un pequeño chapoteo distrajo al tripulante del bote de su monólogo interno: un murciélago bebiendo; Samuel escuchó murmullos fríos: un búho; el aire estaba cribado y cubierto de niebla respirable; el lago respiraba al mismo ritmo que los remos del pequeño bote.
Julia esperó afuera de su casa, en el pequeño muelle de madera. Cuando Samuel llegó, respiró cierto aire de familiaridad que emanaba de la niebla impregnada del olor a jazmín de Julia. No dijeron nada. Ella subió al bote y esperó a que Samuel dejara de remar en medio del lago. Sólo entonces recargó sus trenzas en el hombro y lloró en silencio. Él notó el moretón en el rostro de Julia y sintió un calor súbito escalando su abdomen, pero se limitó a mantener la firmeza de su hombro.
Media hora después, tomó los remos de nuevo y llevó el bote hasta su casa. Ahí tomó todos sus ahorros escondidos: mil doscientos treinta y seis pesos; guardó las llaves de su camioneta en la bolsa de su camisa y respiró profundamente en cuatro ocasiones. Julia esperó afuera de la casa; esperó por segunda ocasión en la noche y se asustó un poco cuando sintió un murciélago volando cerca de su hombro izquierdo: el mismo hombro que, minutos antes, sintió el calor de Samuel.
Julia sintió el calor de nuevo cuando él salió de su casa y tomó su cintura. Huyeron a cualquier pueblo y con el tiempo Julia comenzó a vender carpetas tejidas a mano en la plaza del pueblo. Samuel consiguió trabajo haciendo reparaciones en donde se necesitaran. Con el tiempo consiguieron una casa de un solo cuarto, pero colores vivos.
En los mejores días, Julia calienta frijoles, huevos y tortillas en una estufa junto a la cama. Espera a Samuel en una silla de bejuco y se ventila con un abanico maltratado por el uso. Afuera se escucha el paso de la gente, como un murmullo diluido en el olor de los frijoles negros. También se escucha el sonido de una banda mal afinada más lejos, en la plaza: es domingo.
Aquella noche Samuel remó lentamente a través del lago; el reflejo de la luna menguante sobre el agua temblaba como con nervios; un pequeño chapoteo distrajo al tripulante del bote de su monólogo interno: un murciélago bebiendo; Samuel escuchó murmullos fríos: un búho; el aire estaba cribado y cubierto de niebla respirable; el lago respiraba al mismo ritmo que los remos del pequeño bote.
Julia esperó afuera de su casa, en el pequeño muelle de madera. Cuando Samuel llegó, respiró cierto aire de familiaridad que emanaba de la niebla impregnada del olor a jazmín de Julia. No dijeron nada. Ella subió al bote y esperó a que Samuel dejara de remar en medio del lago. Sólo entonces recargó sus trenzas en el hombro y lloró en silencio. Él notó el moretón en el rostro de Julia y sintió un calor súbito escalando su abdomen, pero se limitó a mantener la firmeza de su hombro.
Media hora después, tomó los remos de nuevo y llevó el bote hasta su casa. Ahí tomó todos sus ahorros escondidos: mil doscientos treinta y seis pesos; guardó las llaves de su camioneta en la bolsa de su camisa y respiró profundamente en cuatro ocasiones. Julia esperó afuera de la casa; esperó por segunda ocasión en la noche y se asustó un poco cuando sintió un murciélago volando cerca de su hombro izquierdo: el mismo hombro que, minutos antes, sintió el calor de Samuel.
Julia sintió el calor de nuevo cuando él salió de su casa y tomó su cintura. Huyeron a cualquier pueblo y con el tiempo Julia comenzó a vender carpetas tejidas a mano en la plaza del pueblo. Samuel consiguió trabajo haciendo reparaciones en donde se necesitaran. Con el tiempo consiguieron una casa de un solo cuarto, pero colores vivos.
En los mejores días, Julia calienta frijoles, huevos y tortillas en una estufa junto a la cama. Espera a Samuel en una silla de bejuco y se ventila con un abanico maltratado por el uso. Afuera se escucha el paso de la gente, como un murmullo diluido en el olor de los frijoles negros. También se escucha el sonido de una banda mal afinada más lejos, en la plaza: es domingo.
1 comentario:
Yo sé lo que se siente dejar la ventana abierta por la noche, para que alguien venga a ofrecer una mano que acaricie la mejilla mojada. Pero ya no más.
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