Su nombre es Alejandra y no se ve bien con el cabello amarrado. Sonríe, pero mantiene la mirada apagada. Baila un poco pero no es lo suyo. Bebe un poco, pero no es lo suyo. Tal vez escucha buena música, pero no aquí y no ahora.
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Su nombre es Alejandra. Le gusta brincar en la cama elástica. Diez pesos por veinte minutos. Mirada ausente, pero ríe. Y toma refresco porque es rojo. Y es un amor de niña, porque no grita y no corre, sino que sopla a través de un aro lleno de jabón en los juegos infantiles del restaurante. Las otras niñas juegan con las burbujas. Ella las mira. Ausente.
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Los familiares siempre tienen resuelto el mundo. Te dirán cómo educar a tus hijos, porque ellos ya estuvieron ahí, aprendieron de la experiencia y mira qué bien salieron sus hijos. Pero tú necesitas creerles; debes creer que el daño puede repararse, que ella no volverá a lastimarla y que todos podremos alejarnos de esto con la frente en alto. Gracias a Dios –según esto–, pero no necesitas rezar, no necesitas a Dios.
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El cansancio en el asiento trasero, la cabeza se recarga en las piernas sentadas a su derecha. La boca discurre, como agonía que gotea. Los ojos se ahogan en todas las clases de cansancio y se cierran, parpadean, y la cabeza duerme por quince minutos. Últimamente se alcoholiza y se cansa antes de las once de la noche y luego acerca de nuevo la navaja hacia la garganta, y espera que todo se vuelva más fácil: la mano de un fantasma que termine con su vida, una congestión alcohólica, una salida rápida.
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Su nombre es Alejandra. Le gusta brincar en la cama elástica. Diez pesos por veinte minutos. Mirada ausente, pero ríe. Y toma refresco porque es rojo. Y es un amor de niña, porque no grita y no corre, sino que sopla a través de un aro lleno de jabón en los juegos infantiles del restaurante. Las otras niñas juegan con las burbujas. Ella las mira. Ausente.
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Los familiares siempre tienen resuelto el mundo. Te dirán cómo educar a tus hijos, porque ellos ya estuvieron ahí, aprendieron de la experiencia y mira qué bien salieron sus hijos. Pero tú necesitas creerles; debes creer que el daño puede repararse, que ella no volverá a lastimarla y que todos podremos alejarnos de esto con la frente en alto. Gracias a Dios –según esto–, pero no necesitas rezar, no necesitas a Dios.
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El cansancio en el asiento trasero, la cabeza se recarga en las piernas sentadas a su derecha. La boca discurre, como agonía que gotea. Los ojos se ahogan en todas las clases de cansancio y se cierran, parpadean, y la cabeza duerme por quince minutos. Últimamente se alcoholiza y se cansa antes de las once de la noche y luego acerca de nuevo la navaja hacia la garganta, y espera que todo se vuelva más fácil: la mano de un fantasma que termine con su vida, una congestión alcohólica, una salida rápida.