martes, 16 de marzo de 2010

Una indirecta

Nadie se preocupa por el padre en estas situaciones, pero él llevó un girasol a la habitación cuatrocientos doce del hospital y trató de ocultar la angustia. Dos días antes: contracciones, ruptura de la fuente amniótica, salir del trabajo entre las felicitaciones de sus compañeros, invitaciones al bautizo, tomar la mano de Julia para compartir el dolor, sudor, veintitrés horas de trabajo de parto, complicación. Fernando –así se llamaba– era azul: tetralogía de Fallot, enfermedad cianogénica, operación emergente, pero no sobrevivió.

Y él tenía que mostrarse fuerte, pero era un temblor con pies. Julia quedó muy maltratada por el parto, recibió visitas y se mostró optimista, sonreía. Ambos sonreían, pero no alcanzaban a cruzar las miradas cuando estaban solos; el otro podría descubrirlo. Meses después, terapia de pareja. Aprendieron a lidiar con el dolor sudoroso y, de nuevo, a sostenerse la mirada. Julia comenzó a tener dolores de estómago, según ella, y comía cada vez menos. Él lo sabía, pero no pudo mostrárselo.

Meses después, terapia de pareja. Julia no admitió ningún problema, así que callejón sin salida. La angustia sudorosa llegó a Norma, amiga lejana de la oficina, quien ofreció su cama para dejarlo descansar. Julia lo sabía y se culpó, así que guardaba silencio sin comer, ni dormir, ni nada. Norma era silenciosa y aburrida, pero ofrecía cierto aire de familiaridad gris. Él pensaba en Julia sonriendo cuando estaba sobre Norma, pero el abismo entre ellos era infranqueable. Julia eventualmente volvió a comer y él a buscarla; volvieron a desnudarse como antes. Él terminó el amasiato gris con Norma, pero nunca intentaron tener hijos de nuevo.

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