sábado, 27 de junio de 2009

La espera

Cristina espera bajo el toldo de una cafetería cerrada. Toma un cigarro, pero no tiene encendedor. Pregunta a un extraño si tiene encendedor. El extraño sonríe, pero no tiene encendedor. Cristina no puede encender su cigarro hasta que consiga un encendedor. Si tuviera encendedor, podría encender su cigarro, pero no tiene. Cristina pregunta a otro desconocido si tiene encendedor. Él sí tiene encendedor, así que enciende el cigarro de Cristina con una educada distancia. Cristina inhala el humo del cigarro aunque no tiene encendedor. Cristina quita el cabello que comienza a tapar un poco de su vista y mira en su celular la hora.

Dos minutos tarde.

Se permiten quince minutos de tolerancia para llegar tarde, así que se concentra en su cigarro. El cigarro es consumido. Ya no hay cigarro, porque Cristina tira al piso la colilla y la apaga con la suela de sus tenis negros. Las uñas negras juegan nerviosamente con las correas de su bolsa, pero ella no se concentra en las correas ni en el cigarro apagado. Cristina se concentra en su espera y en los quince minutos de tolerancia. Cristina mira la hora en su celular de nuevo.

Diecisiete minutos tarde.

Seguramente Cristina va dos minutos más rápido que el resto del mundo. Tal vez por eso cuesta tanto trabajo entender lo que dice. Pero Cristina sólo piensa en el tiempo brevemente. Después recibe una llamada que le indica que hay tráfico –en esta zona siempre hay tráfico– y tendrá que esperar de diez a quince minutos más. Tiempo suficiente para otro cigarro. Toma un cigarro, pero no tiene encendedor. Cristina no puede encender su cigarro hasta que consiga un encendedor. Si tuviera encendedor, podría encender su cigarro, pero no tiene.

lunes, 22 de junio de 2009

Hoy

Creo que por fin
te he despedido.
Porque logré
que dé lo mismo
que estés aquí
o allá.
De todos modos
estás lejos.

–Renata Durán


Vi su fantasma
,
vestida de negro;
leía mis palabras.

Me alegré de verla,
así que grité su nombre.
Ella no me recordaba.

Sueño recurrente

Mas allá de mi casa las porristas cantan sus porras a los autos que suben hacia el bosque de Chapultepec y no preguntan mi nombre porque no les interesa nada mas que las porras que escuchan más arriba de mi casa y hacia el bosque donde hay un río que no existe y lleva hacia donde solía pescar con mi padre pero ya no pescamos porque no hay dinero y tengo que darle lo que me corresponde porque es mi obligación y odio cada segundo que estoy despierto y tengo que cargar con lo que me corresponde porque es mi obligación aunque las circunstancias me obligan y no quiero competir porque ya estoy cansado de que me pase lo mismo que con Valencia que todos me dicen que la aman y la adoran y no la merezco porque las porristas no saben mi nombre ni los que van a Chapultepec y es mi obligación y me corresponde.

Allá en el fondo está la tristeza; despierta.

jueves, 18 de junio de 2009

Seiscientos fuegos

Destello de luz,
eres destello de sol,
fuego en la frente,
Venus en la mañana,
Vesper en la tarde.

Ardes como seiscientos soles
que iluminan seiscientas sonrisas
y seiscientas flamas.

Eres comburente
–a veces combustible–
de seiscientos fuegos
que arden al amanecer
y se esconden al atardecer.

Quemas igual que la llama,
y que las nubes;
reverdeces los árboles
que miran tus ojos.

Eres verde
y eres fuego;
luna por las noches,
sombra en el día,
día eterno
de noche coloreada.

Eres seiscientos fuegos,
la flama
y lo que se quema,
la flama
y el incendio.

Y yo ardo,
reverdezco,
sigo tu luna,
me refugio en tu sombra,
ardo en ti.

lunes, 15 de junio de 2009

Anibal ad portas

La puerta
suena
por la mano del diablo.

Y nadie más
escucha la mano
sobre la puerta.

¿No es el diablo
un signo,
una señal?

La mano toca la puerta,
pegada a su dueña
con los pies sobre el piso
y la cabeza en el cielo.

Yo todavía quiero
la cabeza sobre el cuello
entre los hombros
que sostienen los brazos
que sostienen las manos,
y una mano
toca la puerta.

Escucho la puerta
y su sonido hueco
mientras mi cabeza
se eleva
y el cuerpo
se desvanece.

No veo claramente
y abro la puerta:
nada más que un pasillo
vacío
donde nadie camina.

Todavía quiero
las tres de la tarde
y la cabeza sobre el cuello,
pero ella murió
y tocó mi puerta
a las tres de la tarde
para recordarme
que estoy vivo
y ella muerta.

domingo, 14 de junio de 2009

Oportunidades

Laura releyó el anuncio del periódico algo así como veinte veces:

Se busca mujer para habitar lugar recientemente desocupado. Grandes comodidades, colonia Narvarte, bajo mantenimiento.

Después de considerarlo por un buen tiempo, Laura tomó el teléfono y marcó.

–¿Bueno?
–Este... sí, hablo para ver lo del lugar éste.
–Ah, qué bien. Pues hay que concretar una cita para que venga a verlo y se decida.

La voz de su interlocutor le pareció un poco desagradable, pero le interesaba vivir en una zona céntrica y segura como la Narvarte. Después de concretar la cita, tomó su bolsa, subió a su auto y fue al trabajo con los ánimos un poco más elevados que de costumbre.

El día de la cita –un sábado, si es que importa saberlo– Laura llegó al departamento quince minutos antes de la hora pactada. La impaciencia la obligó a tocar la puerta y la recibió un hombre que la animó a pasar con una sonrisa poco marcada y ojos cansados.

El departamento era algo pequeño, decorado con libros y muebles de mal gusto. Laura tomó asiento y aceptó el ofrecimiento de un poco de café. Después conversó con el dueño del departamento por media hora. Le pareció que él podría ser bastante atractivo si no fuera por su personalidad algo excéntrica, pero de cualquier forma le agradaba la idea de compartir el departamento con alguien como él.

Después de un rato de conversación, Laura se dio cuenta de que no había visto el cuarto en el que dormiría. Tampoco sabía cuánto costaría la renta.

–¿Y como cuánto me cobrarías al mes?
–No te cobraría.
–¿Y eso por qué?
–Es que el espacio está deshabitado, y no me gusta tenerlo vacío.

Laura estaba muy emocionada por vivir en la zona que quería sin tener que pagar.

–¿Y puedo ver en qué parte del departamento me quedaría?
–No. No es dentro del departamento.

Laura preguntó, algo confundida:

–¿Entonces dónde es el lugar que anuncias?
–¿No es obvio? En mi corazón. Fue deshabitado recientemente y quiero que vuelva a tener a alguien dentro.
–Payaso.

Acto seguido, Laura arrojó la mitad de su taza –ahora tibia– a la cara del hombre y salió del departamento tan rápido como le fue posible. Manejó hasta su casa con una sensación de malestar indescriptible, pero después ese malestar se convirtió en un cómodo enojo.

viernes, 12 de junio de 2009

Cosmopolitan Bloodloss

We are the most impassioned ugly people.

–Glassjaw - Cosmopolitan Bloodloss


Alguna vez el encuentro casual. Martini cosmopolitan, cebolla y no cereza. Vestido negro y mirada triste de mujer comprometida junto a la barra. Mándele un whisky al caballero de la corbata roja. Por supuesto, el negro y el rojo son símbolos de la monotonía en la que viven. Lo mismo las bebidas y su respectivo sobreprecio, los meseros exageradamente serviciales, la vista del bar hacia el resto de la ciudad. Ambos son personas de pocas palabras: veinte minutos después, la cuenta pagada y la mano en la cintura cubierta de negro.

Auto gris, de lujo, blindaje ligero, llantas anti-pinchadura. Jazz ácido contemporáneo, disco comprado en la caja de Starbucks. El camino es más ligero gracias al jazz a volumen moderado. Ella se muerde los labios mientras ve por la ventana; él se limita a conducir hacia su departamento. Sus labores también son símbolos: la mano derecha baja del volante hacia la pierna izquierda del vestido negro; ella responde acariciando su mano suavemente, pero con firmeza. Ambos se desean moderadamente. No sienten un incendio crecer dentro de ellos, sólo un ligero deseo de saber qué hay debajo del vestido y bajo la corbata; qué hay detrás de la puerta del departamento. Al mismo tiempo el temor de que no haya nada, así que no arriesgarse.

Por otra parte, hay poco tráfico, así que él acelera a ciento veinte, luego a ciento cuarenta, pero su auto se siente como si fuera a sesenta. Ella está tranquila porque el carro es muy estable y porque no muere de deseo. El lunes en la oficina se sentirá más relajada detrás de su escritorio (como trinchera) gracias a su one-night-stand del viernes por la noche. Muerde sus labios y mira por la ventana mientras su mano izquierda acaricia la mano derecha del conductor. No siente el deseo ardiendo por dentro, sino la esperanza de la tranquilidad próxima. Se siente casi agradecida porque el lunes no tendrá ese sentimiento de vacío mientras escriba informes y calcule impuestos. Respira profundamente el aire filtrado por el avanzado sistema del auto.

Mientras tanto, cincuenta metros más adelante, la luz ámbar del semáforo se convierte en roja. No hay espacio suficiente para frenar. Además nadie pasa por esa calle a estas horas, así que acelera a ciento sesenta. La velocidad lo relaja; sustituye ese deseo incendiante que no tiene por su acompañante, pero aun así acaricia su pierna porque sabe que el esfuerzo para obtener un departamento caro y un carro decente le puede conseguir una mujer así. Se siente satisfecho con las cosas que ha conseguido a pesar de alejarse de todas las personas que conoce. Ya no le importa, sólo hunde el pie en el acelerador para pasar rápido por esa calle por la que nadie pasa a esta hora y evitar el choque. Llegará a su casa, se acostará con ella y dejará la tensión y la angustia atrás.

Lo único que los detuvo fue un carro familiar de precio razonable que sí pasó por esa calle a esa hora. El impacto rompió los cuellos –uno cubierto de rojo; el otro de negro– de los pasajeros y suspendió los planes de ambos, que ahora descansan en cajas de lujo en un cementerio privado.

jueves, 11 de junio de 2009

Bola de nieve

Supongo que en cierto modo no. Digo, no quería el tercer trago de vodka, pero lo tomé. No quería besarla. Por lo menos no al principio. Después estaba demasiado ebrio para manejar. No quería, pero manejé por media hora en busca de otro bar. Todos menos ella me caían mal, pero tenía que aguantarlos por cortesía. Nunca quise ser cortés, pero debía. Cuando llegamos al bar me compraron otro vodka porque era el conductor. Ya no quería beber, pero sería descortés no aceptarlo. Ella de cualquier forma no me hacía caso por sus amigos, así que hablé con el vaso y luego con el fondo.

Después la besé. Dijo algo como que le alegraba mi presencia y me quería. Yo sólo la besé y ella me besó. Nos besamos. Cada quien fue a su respectiva casa, menos ella y yo. Fuimos hasta una zona desierta de Santa Fe. Estaba muy oscuro y de pronto el camino pavimentado se terminaba. Nos acostamos sobre el cofre del carro para ver las estrellas, pero no se veían. Igual vimos el cielo por un rato, ambos temblando de frío y el mundo temblando por el vodka.

La llevé a su casa, pero ella me invitó a pasar. Eran las cuatro de la mañana, pero entré aunque realmente quería dormir. La besé y la llevé a su cuarto. No quería acostarme con ella, pero me di cuenta demasiado tarde. Desperté ante un desayuno necesariamente grasoso y un necesario dolor de cabeza. Ella me besó en la mejilla y sonrió.

–¿Dormiste bien?
–Creo que sí.
–Ebrio. Pero obvio la pasaste bien.
–Pues sí, pero me tengo que ir.
–¿No quieres quedarte conmigo?
–No puedo. Tengo cosas que hacer.


No quería mentirle, pero era la forma más fácil de irme sin drama. Le dije que la llamaría después, pero no quería hacerlo. No lo hice.

lunes, 8 de junio de 2009

Put your money (where your mouth is)

Las palabras exageradas
esconden afectos mediocres.

–Gustave Flaubert - Madame Bovary

Hurt'em, hit them where it hurts.
Show them how you're
oh-much-better than them
without saying a single word.

Hellen Kirscht - On Ranting


Cuidado con aquel
que esgrime la pluma,
pero teme a la espada;
quien no tiene más fuerza
que la vacuidad de sus palabras.

Teme a aquel
que sólo habla con letras,
pero tiembla de miedo
ante un poco de fuerza.

Teme,
porque sus palabras
esconden su cobardía.

Huye de aquel
que escribe
con mayúsculas
y tinta de estrellas
y polvo de luna
y demás pendejadas
que ni siquiera conoce.

Aquel cobarde
atará tu nombre
a imágenes
que no existen;
construirá una
carcel literaria
para tu espíritu.

Y yo, querida,
no soy Shakespeare.
Pero al menos
sé de qué hablo.

martes, 2 de junio de 2009

Desconfiguración

Imagina que el suicidio fallido
se castigara con la vida eterna.

–Jimena Clavel

No hables al respecto,
sólo camina
silenciosamente
entre las personas de traje.

Sube al metro,
busca un lugar,
siente el metal de los tubos
vibrar en tu oído.

No lo escribas
si nadie lo leería.
Nadie sospechará
cuando vean
que no envejeces
con ellos
si nadie te conoce.

Tal vez sí.
Tal vez no.

Cafetería

La cita en el café para evitar una escena: ojos cerrados, manos sudorosas, migajas de galleta en la mesa. María tomó un trago de su té-chai-latte saturado de azúcar, limpió sus labios y vio su celular buscando la hora, pero sólo como un reflejo, porque realmente no vio qué hora era. Siempre perdía la hora cuando esperaba, como si disfrutara la espera a pesar del ansia que la consumía por dentro.

Él llegó quince minutos tarde, porque

–no había lugar

para estacionarse. Se sentó frente a ella antes de que pudiera saludarlo y habló brevemente.

–Creo que esto no está funcionando. [mentira]
–Yo pienso lo mismo. [mentira]

Y así mentían ambos. María sintió cierta tranquilidad creciendo dentro de ella como árbol. No sabía por qué, pero se sintió en el punto más neutro posible. Juan se levantó y caminó por la calle mientras acomodaba su bufanda roja y María lloraba tranquilamente.

d e s p i e r t a

María despertó de golpe y se encontró ante Juan, que babeaba la almohada. Eran las seis de la tarde y habían dormido desde las cuatro.

–Despierta. Ya nos tenemos que ir.
–Soñé que nos veíamos en un café, pero nunca llegabas.
–Qué raro, yo soñé algo con un café. Recuerdo que tomé un té-chai, pero no me acuerdo de lo demás.

En realidad María no recordaba su sueño, pero el resto de la noche bailó junto a Juan ocultando su tristeza, aunque no sabía por qué se sentía así. Tampoco sabía de quíen era la voz que la despertó.