Y Minerva, que sufría de hiperexcitación lacrimal. Cualquier momento podía convertirse en un río de lágrimas. Reía y lágrimas; estudiaba, lágrimas; compartía tres palabras con el encargado del café, lágrimas; se enamoraba y lágrimas. Y no importaba la tristeza, siempre había lágrimas y sus mejillas enrojecidas. Lucía se sorprendió las primeras veces, pero la costumbre se instaló entre ambas y siempre había un pañuelo, o un papelito para las lágrimas inoportunas. Y Minerva era algo inoportuna: despertaba en sus interlocutores el instinto protector; salvar a la damisela en apuros; besar delicadamente su mano, etcétera. Y Minerva conoció todas y cada una de las formas de protegerla: el trilladísimo gesto de secar su lágrima con el pétalo de una rosa blanca (sí, en serio), abrazarla paternalmente, besar delicadamente su mano, etcétera.
Nada la sorprendía. Sus interlocutores se dejaron arrastrar por sus lágrimas. Y sí, cómo resistirse a la damisela en apuros con lágrimas sobre las mejillas (rojas) y el brillo en los ojos. El problema permanecía: las lágrimas eran culpa de sus ojos, no de la tristeza ni de la agonía ni de la mosca que, inocentemente, murió en su sopa minestrone. La culpa era de la genética y de las glándulas. La damisela no estaba en apuros; no necesitaba de la mano viril, del músculo incendiario que secaba sus lágrimas, ni del pétalo de la rosa blanca. Minerva sólo dejaba caer las lágrimas, porque eran insignificantes. Tanto como el gesto del caballero que secaba sus lágrimas. Apariencias y apariencias, instinto genético de salvar al eslabón débil de la especie. Y cómo resistirse a los ojos lacrimeantes de Minerva.
Y cuánta esperanza cayó sobre sus ojos cuando conoció a Virgilio, ciego de nacimiento. Cuántas tardes pasó genuinamente confundida. Alguien que no podía ver sus lágrimas genéticas y la trataba como a cualquier otra; como si sus ojos no representaran la tristeza acumulada de mil generaciones de los egipcios y las pirámides; y los miles de años de los vivos y los muertos (porque sus ojos no representaban tal cosa; eran unos ojos húmedos y nada más). Y cómo lloró verdaderamente (sin lágrimas: la ironía es necesaria) cuando supo que Virgilio, el único que la veía como una más, no estaba solo. Cuánta desesperanza cupo en sus mejillas cuando supo que Virgilio pasaba las tardes tomado del brazo de una Margarita cualquiera; que la Margarita cualquiera dormía en la misma cama que él. Y cuánta sorpresa cupo en sus lacrimales cuando su llanto era seco. Y cuánta fue su dicha cuando descendió vertiginosamente los diez pisos desde su departamento hasta la calle.