Amé a Marisol. No mucho; sólo la amé porque éramos una combinación perfecta. Era perfecta como cada uno de nosotros, así que no era especial. Pero la amé un poco, porque tenía una voz siempre tranquila y siempre dispuesta. Y sus mejillas se volvían rojas. Y las líneas en sus manos no eran nada especial: un juego entrecruzado de líneas que terminaba en uñas y en unos brazos delgados. Su cabello no era nada especial: árboles que crecían desde la tierra blanca y caían sobre sus hombros. Su voz sólo era tan perfecta como la mía o la de Daniela o la de Laura.
Pero ella era más que perfecta. Su padre tenía tres trabajos; su madre sólo uno. Vivían los tres en un cuarto pequeño y comían carne calentada en el mismo comal que las tortillas y los frijoles. Las mejillas se tornaban rojas, pero la mirada tomaba un tono más serio: temía que yo la juzgara. Juzgué los frijoles, porque no me gustan; y juzgué la forma en la que se quemó el dedo índice al voltear una tortilla. No a ella. Justo en ese cuarto pequeño, en medio de todas sus vecinas que no eran tan bonitas ni tan perfectas como ella, Marisol era perfecta. Cada uno de sus movimientos parecía tan calculado que al final no había tiempo para concentrarse en los detalles de su mano.
Ella era una de nosotros; perfecta. Pero era todavía más perfecta cuando no estaba entre nosotros. Cuando todas sus vecinas la odiaban, por no ser tan perfectas como ella. Supongo que es mejor que ahora esté tan lejos; lejos del cuarto pequeño en el que no cabe más que la perfección de sus movimientos y la quemadura en sus dedos. Y espero que esté muy lejos, en un lugar en el que los golpes de su padre y el hambre y yo no seamos más que un punto lejano que apenas se alcance a distinguir.