Doña Rocío hablaba con sus flores todas las tardes. Cuando regresaba del trabajo comía, planchaba su uniforme para el día siguiente y salía a su jardín con un vaso de agua con dos hielos —nunca tres; nunca uno—para sentarse en una silla de metal pintado de blanco. Después platicaba con sus flores. La escuché durante muchos años desde mi ventana mientras trataba de estudiar o terminar alguna de mis investigaciones. Siempre hablaba de tonterías superficiales: cómo le fue en el trabajo, la tintorería no ha entregado sus faldas, cuándo le toca verificación al auto, qué bonitas se ven, cuando mi marido vuelva se va a poner muy contento de lo bien que las cuidé. Hasta ese momento me enteré de que la señora alguna vez estuvo casada; siempre había pensado que era una solterona obsesionada con las flores que me regaló un pastel hecho por ella para que lo compartas con alguna muchacha. A partir de ese momento escuchaba con más atención las pláticas que tenía con sus flores. Noté que a veces se quedaba en silencio, como escuchando; como si supiera que yo le ponía atención.
La última vez que vi a doña Rocío fue en el hospital psiquiátrico de fray Bernardino. Le llevé un pastel para agradecer el que ella me regaló años antes de que se la llevaran. Cuando pregunté por qué se la habían llevado si siempre había estado bien, me explicaron que una compañera del trabajo le dijo que su esposo se había casado con otra poco después de dejarla. A partir de ese momento cayó en depresión. La recuerdo cubierta con una cobija de un color verde horrible, con una taza naranja-opaco, también horrible llena de agua con dos hielos casi derretidos. Solamente hablaba para sí misma, preguntaba una y otra vez por qué sus flores dejaron de contestarle.